José E. Santos

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José E. Santos (San Juan de Puerto Rico, 1963) es catedrático de letras hispánicas en el Recinto de Mayagüez de la Universidad de Puerto Rico. Su obra narrativa se inauguró con los relatos de Archivo de oscuridades (2003), colección que fue seguida de Deleites y miserias (2006), Los Viajes de Blanco White (2007), Los comentarios (2008), Trinitarias y otros relatos (2008) y De Coyoacán a Polanco (2013).

Santos ofrece en Lugares ciertos y posibles un regreso incisivo a la labor narrativa. Presenta en estos cuentos su notorio interés en las versiones de lo atestiguado y la relatividad ética del comportamiento humano. Adereza Santos esta oferta con trazos de una extrañeza cómplice, que en ocasiones reta nuestra sensibilidad convencional.

Santos también se ha destacado en la poesía y el ensayo. Como poeta es el autor de Crónica de la degustación (2005), Libro de Venecia (2007), Muestra gélida de poesía inconsecuente (2009), Diálogos en el museo y otros poemas (2011) y Sombras en el lugar desolado (2020). De su labor ensayística se destacan El fundamento de los instantes (2014), Al margen, la glosa (2018, Premio Nacional de Ensayo, Certamen Literario 2019, PEN Club de Puerto Rico Internacional) y Glosas enrarecidas (2019), entre otros.

El lugar más cierto

Jugaba bajo el sauce. A veces me quedaba recostado en el suelo y miraba hacia el cielo.
Las ramas del sauce daban vueltas imperfectas y yo imaginaba paisajes imposibles. En otro rincón del patio estaría mi madre, atendiendo las petunias o tal vez las cruces de Malta. A lo largo de dos lados de la casa se extendían éstas y eran el trazo dominante de la “pintura” en que ella vivía. Las petunias estaban colocadas del lado derecho, cerca del frente. Algunos arbustos de flor de canario surgían de la nada. Las había en todas partes del vecindario, y por eso las pensaba como el vínculo entre hogar y hogar.
De hecho, a veces se les veía silvestres al lado de la acera o del camino vecinal. Así también sucedía con la flor de maga (¿o sería la amapola?), tan universal. En casa estaban cerca de la verja que daba a la avenida trasera. Las rosas, sin embargo, eran el muro de contención de la casa, del jardín absoluto de mi madre. De un lado del patio había un tropel regado de rosas blancas y rosadas. Del otro lado, cerca de las petunias se sucedía una hilera de rosas amarillas. Frente a la casa, a modo de muralla inquebrantable, dos hileras, una tras otra, de intensas rosas rojas.
Mi madre me había dicho alguna vez el nombre de sus flores, pero yo olvidaba con facilidad. Solo sabía el de las rosas y los canarios porque las veía en todas partes. Además, algunos sábados o domingos, hacía que mi padre la llevara a una tienda de jardinería que había en la carretera principal. Esto ocurría como una vez al mes, justo después de ir de compras al supermercado, o de ir a la iglesia. Recuerdo que mi padre la seguía por los pasillos. Yo, sentado en una silla plegadiza que había cerca de la entrada, los veía ir y venir entre las filas de plantas. Me aburría ir allí. Mis hermanas, algo mayores, estarían en casa o en alguna otra
parte. En otras ocasiones el sábado, al menos, era interesante. Íbamos a algún centro comercial,
o a veces a mi padre le daba con llevarnos a algún restaurante. Esto último era una aventura
exótica para mí. Hubiera querido que a papá se le ocurriera esto más seguido. No siempre el
mundo es como queremos que sea, supongo.
Recuerdo que en la escuela estaban enseñando los elementos básicos de la vida vegetal. La maestra sabía dibujar bien, y con tizas de colores distintos dibujaba las flores en la pizarra. Su talento me asombraba. Nunca supe dibujar bien. Intentaba en casa. Podía dibujar casas o edificios con cierta destreza. Sin embargo, se me hacía difícil el trazo curvo, y pocas veces lograba simetría alguna. Sencillamente el dibujo final era anómalo. No es que fuera un enredo de líneas, pero nunca logré ajustarme a las proporciones precisas. Me fascinaba la facilidad con la que la maestra lo lograba. Tal vez por eso prestaba atención a lo que decía y me aprendí
las partes de la flor muy bien. Pistilo, arteria, estigma, pétalos, óvulo, estambre, polen. Esos dibujos se parecían a mis dibujos de casas o edificios. Eran muy proporcionales. Logré en ocasiones dibujar alguna “flor” parecida.
Por supuesto, no es lo mismo dibujar una flor “partida a la mitad” que parece un diagrama, que reproducir la flor en su totalidad visual y concreta.
El caso es que durante esas clases pude recordar un poco los nombres que mi madre decía en el patio. A veces el dibujo parecía la flor del canario, otras veces la de la maga. Sospecho que, estimulada por la reacción que sus dibujos tuvieron en nosotros, la maestra decidió buscar fotografías de distintas flores. Los
estudiantes entonces teníamos que identificar las partes del diagrama de la flor en las fotos.
Esto era divertido. A veces veíamos flores que conocíamos y decíamos su nombre a coro. La
maestra nos daba la razón y a veces nos decía que tenían más de un nombre. Esto último era
interesante, porque supuse que era algo que podía decirle a mi madre cuando la viera en el
patio atendiendo las flores.
Alguna vez lo hice. Mi madre entonces me sorprendía con más datos que no me imaginaba.
─La flor de maga es la flor nacional.
Algunos la confunden con la amapola. La amapola es aquella que guinda del arbusto. En otros países la amapola es otra cosa, es otra flor.
─¿Entonces cambian de nombre por país?
─A veces sí, a veces no.
Si bien mejoraba el contenido de las conversaciones con mi madre, no lograba yo interesarme demasiado por el asunto de las plantas. Seguía jugando ensimismado debajo del sauce, por un lado, y por el otro, mejoraron mis dibujos, tanto de flores como de otras cosas. Las clases seguían siendo interesantes.
Atendía más. Tal vez aprendería más cosas para conversar mejor. La maestra seguía dibujando y nos impresionaba. A veces se le ocurría decir algo muy particular que se lo quedaban a uno impreso en la mente. Como cuando explicaba nuestras relaciones con los ritos. Alguien una vez preguntó en clase:
─Misi, ¿por qué le llevan flores a los muertos?
Muchos asentimos y repetimos la pregunta. La maestra abrió los ojos y se sentó.
Nos dijo que la atendiéramos bien.
─Pues las flores pueden ser parte de muchas tradiciones distintas. Ustedes, por
ejemplo, le dan flores a la gente que quieren.
─¡Ah, sí, como en San Valentín! ─dijo Beatriz, una de mis compañeras.
─Pues así mismo se usan en actividades diferentes, como decoración en las bodas, o en
el salón ponemos flores o imágenes de flores cuando la Pascua porque llega la primavera,
y como dijo Beatriz, una forma de demostrar cariño es darle una flor a alguien.
─¡Como las parejas de novios! ─gritó esta vez Beatriz.
─Sí, pero puede ser a nuestras amistades o a los miembros de nuestra familia. Es bonito
dar una flor y decir “Una flor para otra flor”.
Tenía mucho sentido la frase y me sonreí. Se vive, y todo sigue, como se dice.
Pasaron varias semanas y el entusiasmo de aquellas clases fue menguando. Tuvimos
el examen de flora en la clase de ciencia y cambiaron los temas. Lo que nunca cambió fue
la dedicación sincera y absoluta de mi madre con sus plantas y sus flores. Supongo que era lo
que más le gustaba. Recuerdo que poco tiempo después hubo problemas en casa, o al menos así
lo pensaba yo. No tenía buena idea de lo que ocurría, pero sé que una de mis hermanas pasó
mucho tiempo encerrada en su cuarto. Supuse que estaba castigada porque nadie se atrevía a
hablar mucho a la hora de la cena. Dominaba el silencio.
Una mañana, luego de ducharme, se escuchaban unos gritos infernales. Nos preparábamos para ir al campo a ver a nuestros familiares. Ya vestido, volvieron a escucharse los gritos. Mi hermana tiró la puerta de su cuarto y mi padre dio golpes para que la abriera. Nos vio a mí y a mis otras hermanas y cambió de
súbito. Le dijo entonces que después hablarían y se fue al auto. Mis otras hermanas y yo pasamos
con sigilo a la sala y nuestra madre nos miró sin turbación alguna y solo nos dijo con suma calma
que esperáramos en la sala a que ella regresara.
Se encaminó al cuarto de mi hermana y regresó casi de una vez. Nos dijo que saliéramos y así lo hicimos. Nuestro padre estaba en el auto, tranquilo y callado. Nos fuimos sin mi hermana y mis padres no hablaron durante todo el trayecto. Ya en el campo todo se disipó, y cuando regresamos a casa, si hablaron mi hermana y mi padre lo hicieron sin la desazón previa, porque nunca me enteré.
En la cena se hablaba menos cada vez.
A mí eso no me molestaba tanto. Se pasaba el tiempo más rápido y podía irme a ver la tele.
Olvidé todo el asunto, especialmente auxiliado por mis hermanas, pues todas me prestaron
bastante atención durante esos días.
Llegó uno de esos “sábados de jardinería” que tocaba siempre cada mes. Llegamos al establecimiento y mi madre y mi padre fueron a inspeccionar las filas de plantas. Me senté en la misma silla, pero al rato pensé que sería bueno repasar lo aprendido y quise preguntarle a mi madre por las plantas. Me le acerqué y ella
sonrió.
─Pues esto es pistilo y estambre.
─Veo que en la clase te han enseñado algo de las flores.
─Me gustan un poco por lo de los colores.
Y me interesa ver lo distintas que pueden ser las
partes.
─Pues me parece bien eso. ¿Ves aquella?
─¿La que es medio fea?
─Ninguna flor es fea ─dijo algo seca.
─Sí, imagino.
─Esa es el anturio.
─Es que tiene ese estambre raro.
─Lo tiene así porque es su forma de atraer la polinización.
─Eso mismo diría la maestra.
─Y dice bien. Aquella otra, la de más allá, es el clavel.
─Se parece a la del pote de leche Carnation.
─Es esa misma.
─Pues ahora “la vi en verdad”.
─Sí. Todas estas son rosas.
─Sé que te gustan mucho.
─Eso es verdad. Las más rojas son mis favoritas. También me gustan blancas. Ahora,
aquellas son las russet, y son muy particulares porque tienen dos tonos.
─Sí, me llaman la atención también un poco.
En verdad estaba disfrutando la conversación. Mi madre volcaba con precisión su conocimiento, y yo escuchaba con interés entusiasta. Muy pocas veces hablamos tanto.
Sus datos confirmaban todo lo aprendido en las clases. Sobre la marcha, en mí “se prendía” un
tallo de existencia, un aprecio genuino que me acercaba por fin a ella. Tal vez aprendía yo a
distinguir que la vida se trata de identificar lo que nos apasiona y dedicarnos a ello. Mi madre en verdad que proyectaba su sentido de ser en el jardín. Intenté seguirla y entenderla. Por eso pasaba en las semanas bastante tiempo con ella cuando estaba con sus flores. Y hasta llegué a traer algunos juguetes y jugar cerca de donde ella estuviera. A veces, ella me pedía que le buscara algún utensilio, y ya yo sabía dónde encontrarlo.
El patio se volvía un espacio también mío.
La verdad se reveló al mundo una mañana trivial. Desde temprano mi madre indicó que
iríamos al pueblo a comprar zapatos y otras cosas. Caminaríamos, pues el centro quedaba
muy cerca. Dos de mis hermanas decidieron quedarse. Yo había notado que según pasaba
el tiempo mis padres interactuaban menos con ellas. Supuse que era cosa propia del crecimiento
(“menos es más” dijo una vez la maestra en clase, no recuerdo por qué). Era sábado y a lo
largo de la calle se estacionaron unos Testigos de Jehová que una vez al mes daban la vuelta
por las aceras e iban de casa en casa a hablarle a la gente. Una de mis hermanas y yo estábamos
al frente de la casa esperando a nuestra madre.
Para matar el tiempo me puse a oler las rosas intensas y rojas que había en el jardín frente a
la casa. Las observé con atención. Me fijé en las espinas. Me puse a contar las rosas florecidas de
cada planta. Vi entonces una muy pequeña que me gustó mucho. Parecía haberse abierto hace
poco. Los Testigos de Jehová andaban ya cerca y se detuvieron en grupo casi al frente de la casa.
Mi madre no salía, y mientras esperaba pensé en aquella frase de “una flor para otra flor”. Corté
la rosa pequeña con mis uñas para dársela a mi madre y decirle la frase que había aprendido.
Entonces salió mi madre y cerró la puerta de la casa. Se volteó y vio que venía gente.
─Vamos ya ─dijo con algo de premura.
Yo entonces me acerqué para darle la flor.
Se la mostré y dije:
─Una flor pa…
El golpe desarticuló la frase. La bofetada fue aguda y violenta. La gente que estaba en la acera se calló de inmediato. Mi hermana miró al horizonte, guiada tal vez por su propio razonamiento urgente.
─¿Para qué la cortaste? Eres dañino.
¡Que ni se te ocurra volver a hacer algo así! No vuelvas a tocar las flores. Son bellas en la mata
y allí se dejan.
Se vive y todo sigue. Ella se encaminó a la acera y comenzó la marcha. Mi hermana me tomó de la mano y la seguimos. Nunca me sentí más perdido en mi vida.

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