“Los cantos de la ceniza”, de Manuel García Cartagena o la constante aventura de un hombre despierto

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Por José Alejandro Peña

1

La palabra “canto”, proveniente del latín cantus, o cantare (“cantar”) era para los juglares (en latín jocularis, que significa “bufón” o “bromista) de la época medieval europea, una forma de adaptar las composiciones de los trovadores al espectáculo, que normalmente se realizaba en las plazas públicas y era acompañado de malabares, acrobacias, lanzamiento de cuchillos y otros menesteres tendientes a la diversión y a la comedia. Esta simple palabra, simple, pero llena de innumerables aventuras metafísicas, me recuerda aquel canto extraordinario y monumental que es la Divina Comedia, de Dante Alighieri.

Sin embargo, también existían los cantares de gestas, que se basaban en composiciones épicas o leyendas en las que se exaltaba el heroísmo de los hombres o la dignidad y atributos de algún dios. Por otra parte, tenemos la palabra “ceniza”, empleada aquí por el poeta como residuo de alguna cosa combustible como la madera o el cuerpo, aunque mal sería reducir el término a una sola actividad física o psicológica, pues como hemos de notar casi de inmediato, no se trata de algo literal, ni de simple materia, sino de un conjunto de claves muy personales y, a la vez, incluyentes, jamás  concluyentes y puestas a prueba no por delito del azar ni por virtud y gozo de la franca concordia del sentido, aquí implicado, aplicado y complicado indirectamente y, la más de las veces, a modo de conjuro. En la poesía de Manuel García Cartagena (o G. C. Manuel, como también se le conoce) “sentido” y “sinsentido” no se repelen, se retroalimentan: de repente parece que se anulan, agotan o separan como creando una espiral de fuego y ceniza, nacimiento o reposo (imagen de la salamandra), hilo magnético de todo movimiento, mezcla profusa que desafía la pureza (tanto de la materia como del lenguaje) y se manifiesta como causa y efecto, como interpretación o hermeneútica del sujeto-objeto: acto mágico que apuesta por el vínculo entre “la palabra que sueña” y la palabra que actúa no desde la contemplación sino desde la participación o mezcla de fenómenos causales:

Una palabra que sueña se vuelve otra palabra

Pero al darse la vuelta se convierte en cenizas.

[Ceniza de las palabras]

En la noche de la muerte se hunden

Sus raíces que se nutren de olvido y polvo.

La vida da su vida para continuar viviendo:

Se construye destruyéndose a sí misma.

Es como el tiempo, que sólo es porque fue,

Y cuyo ser es un será. Cada nuevo instante

Le da la espalda a un instante que pasa

Y se instala en el vacío que este dejó al pasar.

[Cenizas de seres que cuelgan)

2

La palabra, en los poemas del poeta de Los cantos de la ceniza, es regularmente aguda y singularmente diáfana: se equilibra por la acumulación objetiva (procedimiento barroco) y apunta a la impermanencia del ser y reconocimiento de la exención del vacío (sunyata), mediante un juego alegórico, permeable y visual, repetido de distinto modo por una capacidad intuitiva muy privilegiada, a veces con fosforescencia surrealista, concentrando más allá del símbolo aquello que lo expresa. Adquiere el invariable color de la ceniza, conservando la vida de lo muerto en una continua e inseparable consustanciación de los elementos pulsátiles como el silicio y el potasio, como la concentración del sonido y la frescura del agua. La ceniza (o cenis, en latín) es un compuesto mineral que no se limita a una composición inorgánica u orgánica y es útil para sanar el suelo y el alma de los seres vivos. De igual modo, la concomitancia de forma y sentido, da relieve a una pluralidad de sensaciones aisladas que, abruptamente, se atraen, creando un roce o choque del que resulta, ambiguamente, un fenómeno: la ceniza o el canto. Se trata, por un lado, de lo real (aquello que es y que solamente puede ser por la palabra) y, por el otro, de la continua apariencia de la imagen (como postulado de aquello que vuelve a repetirse en y desde lo insólito).

Nos vamos

Y regresamos en cada instante que pasa.

Ahora estamos menos muertos que ayer

Y menos vivos que mañana. Vamos

Mejorando hasta que al fin no vamos

Ni regresamos. Únicamente colgamos

Hechos cenizas hasta iniciar otro ciclo,

Pero incluso esto es incierto, pues aquello

Que no tiene fin tampoco tiene comienzo.

Es del árbol de la vida que cuelgan los seres,

Sólo que ese árbol no existe: es tan sólo el viento

El que lleva de un lado a otro las cenizas del ser.

[Cenizas de seres que cuelgan)

3

Se podría pensar de forma plana y directa que Los cantos de la ceniza fueron escritos en línea recta o en zigzag y, aunque esto no deja de ser cierto, hay una tendencia y un proceso de rotación en torno a un centro que se va a expandiendo de poema en poema (como creando círculos luminiscentes o anillos que pasan de un color a otro hasta que dejamos de percibirlos). Un golpe de voz da brillo y vigor a las palabras que, a su vez, crean una impresión fugaz en nuestra mente, poseída por los espacios en blanco de la interpretación de un sentimiento necesariamente arrollador, que puede ser sombrío, pero jamás monótono.  

Muchas palabras se agrupan en nuestros oídos, produciendo un plasma acústico fluctuante que transporta cierta cualidad excepcional, a veces llegan como alucinaciones o pasajes imprevistos de una realidad por venir o de una realidad caducada. El poeta de Los cantos de la ceniza, recurre a esa cualidad de la palabra de transportar la realidad especifica mediante un conjunto de herramientas irracionales como racionales, haciendo equivalente ritmo y sentido. La musicalidad resultante de la acumulación sonora de las palaras en uso, podría interrumpirse de golpe y, aun así, ser parte inherente de lo que fue escuchado o leído y que misteriosamente persiste en la memoria del lector u oyente.  

Cuando se hace una pausa, la respiración sigue fluyendo y es que no hay una disociación entre lo que se dice y lo que se calla. De hecho, entre un objeto y otro, ocurre siempre un diálogo que solamente el poeta suele intuir de forma continua como ocurre en los sueños. Nos tomamos demasiado en serio la realidad porque con nuestras vidas la creamos y la definimos. Aun los locos, aparentemente desinhibidos de todo, no pueden jamás desasociarse del habla interna de las cosas (“inner consciousness”), que, aunque no las comprendan, las conocen, están conscientes de que están ahí, pueden verlas, olerlas, tocarlas, degustarlas, escucharlas, son “la totalidad de lo real”.

A este respecto, el poema “Cenizas de mar”, completa su círculo, golpeando masivamente las sienes del que piensa de forma orgánica, ironizando a cada paso con el orden natural de las cosas desde una lógica poética que se centra en lo que olvida, reteniendo cada pasaje en una memoria diletante por lúcida donde lo irracional se vuelca y recompone, enumerando los diversos sucesos de un mar-vivir inagotable. La pulsación imaginaria surrealizante devuelve al sinsentido su sentido mágico, orquestado a consciencia desde una y otra perspectiva, yacente y subyacente en la palabra que no termina nunca de decirlo todo: a cada giro de una imagen viene otra imagen sorpresiva, sumergiendo al lector en un universo de reposición en desarrollo, y de ese modo lo ya conocido se vuelve desconocido: el instante pasado se asegura en el instante presente por un instante que amenaza con llegar, pero que, adrede, se retrasa y, adrede, se adelanta. O dicho con las palabras del poeta:

“Cada nuevo instante

Le da la espalda a un instante que pasa

Y se instala en el vacío que este dejó al pasar.”

[Cenizas de seres que cuelgan]

Este mecanismo verbal, siempre inusitado, no es mero juego de palabra, conlleva algo más, una intención secreta, un contenido marginal nunca revelado, un contundente golpe en la nuca del lector.

Había una vez un mar

Que nunca fue a ver el mar:

Mar enésimo e incógnito como el que más.

(…)

Un mar como el del sueño

En el que sí valga la pena

Ahogarse para siempre en un mar como otro mar,

Otro mar cuyas olas se puedan acariciar

Como si fueran el lomo de un gato de mar.

(…)

Mar más lelo que el mismo mar,

Y paralelo a ese otro mar…

(…)

Y así de indeciso como es el mar,

Quemarlo todo

Y después lanzarse al mar.

Vivir con los ojos abiertos es el punto por excelencia de esta poesía siempre vigorosa, lúcida y ferozmente sarcástica, con una palabra que sabe crear sus propios significados más allá de las camisas de fuerza que a diario nos impone la hilarante realidad del mundo.

4

“A su paso las palabras iluminan toda la escena”, nos dice el poeta, dándonos la clave de su certeza. Y es que, de no ser así, el poema, con todas sus palabras, sería cualquier cosa, menos poema. Quedaría en lo gestual o en lo textual, sin nada nuevo que decir. El texto es solamente su contexto, pero el poema es mucho más de lo que dice, se adelanta a los hechos, no como una profecía de lo que vendrá, sino como una profecía del lenguaje. Aristóteles nos dice, en su Poética, que la más importante tarea del poeta es “convertirse en un maestro de la metáfora”.  Justamente, Manuel García Cartagena, desde muy temprano en su vida, desde sus veinte años, cuando publica su primer libro, en 1981, “Mar abierto”, viene demostrándonos, al respecto, su maestría. Que muchos en su país no lo hayan notado o que, habiéndolo notado, decidieran “hacerse de la vista gorda”, es un hecho mezquino, vergonzoso e imperdonable. 

¿Qué significa, a nuestro entender, ser “un maestro de la metáfora”? Un maestro de la metáfora no es el que, en nuestra época, dice, por ejemplo, “por los rieles de la vida”, que no está nada mal para el primero que lo dijo, pero seguir diciéndolo, tal cual, no significa otra cosa que torpeza. Claro, el poeta puede servirse de los clichés e incluso de las frases ya hechas como se sirve de los objetos cotidianos para vivir, pero quedarse estancado en lo superfluo, no ir uno o dos pasos más allá, sería perjudicial para su obra.

Algo como “por los rieles de la vida” es lo que nos dice Dante Alighieri en la Divina Comedia: “A mitad del camino de la vida” pero lo que continua después de este verso es lo que distingue su expresión, “en una selva oscura me encontraba”, al imprimirle suspenso, sentido de realidad, emoción bien administrada.

De modo que es válido el uso de una frase trivial en un poema siempre que evolucione, que pueda hacer de lo trivial lo no-trivial, que trascienda el “mal” rato. De hecho, para que pueda resaltarse lo inusual en un verso, una estrofa o en un poema, debe hacerse acompañar de algo familiar o común.  Un poema compuesto solamente de expresiones triviales, podrá pasar como poema para mucha gente, pero, al carecer de un esfuerzo creador, se desfigura increíblemente el concepto.

Un maestro de la metáfora echa manos de lo evidente para transformarlo en algo que está más allá de lo evidente. De ese modo, su obra es y será siempre rica en contrastes.

5

En Los cantos de la ceniza, Manuel García Cartagena, combina cada cosa con cada cosa, haciendo de cada cosa el eje de cada cosa por la que cada cosa es lanzada hacia adentro o hacia afuera, valiéndose tanto de la aliteración como del símil, sin desaprovechar una ironía ni desatar el nudo más difícil. Si para Platón el meollo de todo pensamiento radicaba en el ascenso o anagogía (topos uranos), paraGarcía Cartagena, en este libro y tal vez en toda su poesía, el mundo de las ideas es el mundo subterráneo. Un mundo solamente palpable y solamente visible a aquellos que entran al escenario con una inocencia dolorosa y, por ende, imposible de prever, pues para que algo sea humanamente necesario o doloroso, deberá suceder antes de haber sido imaginado, es decir, de sorpresa.  De hecho, como quien lleva literalmente el cuchillo en la boca, se sirve del calambur y de la paranomasia, agudizando los planos que le sirven de base, comunicando una cosa por otra, reaprehendiendo y reaprendiendo el humor negro a medida que avanza o retrocede, sin perder de vista el camino, sin bajar la guardia ni el tono. Cada canto de este libro sigue su ritmo y, cada ilógica, su lógica. Los ejemplos son incontables:

“Ese animal que se enlamina para invertirse,

Lámina que se lame en épocas de alumbre”

(…)

“Es pantano espantoso, es pendiente, es pan

Sin patria o simpático sintético”

[Cenizas de tostada genética] 

Ella es la sal de cada sofá, sobre todo en cuatro

Y a las cuatro, aunque nunca venga ni detenga

Ese temblor que acecha a todas las manecillas.

Ganas de entrarle a cabezazos a todos los puños,

De golpear todas las trompas con un ariete

Sónico, de estrujar el cielo con un trágico abrazo

Y quedar hecho cenizas antes de que salga el Sol

(…)

Sonrisos de medio pelo son rizos que dan calambre.

[Porn page de la Cenicienta]

No pasa lo que pasó si no se quema: a diario

Pasan las horas cargando sus dromedarios

Y luego los desparrama un soplo de sal de azar

Tanto sobre el ayer como sobre el más doblado

Mañana: tales cosas suceden, pero no pasan,

Como tampoco el desastre que es la espera

Del desastre, el intenso minuto de agonizar

Que siempre llega demasiado tarde, aunque

Tampoco pase. Uno debe quemarse en vida,

Si es posible. Hacer ceniza todo lo suyo,

Sin dejar huellas de que hubo dudas, ascos,

Sueños y desconciertos. Desemparedarse

Es un acto que requiere un rojo brutal,

Un tambor de rifirrafe, cuatro partes de sodio

Cuatro de fósforo y cuatro de magnesio.

Hay zapatos que miran siempre para otra parte;

Pies que no se van, plantas de poco aguante;

Cuerpos que sólo conocen el idioma del desastre;

Errores por cometer en noches de pocos quilates.

[Teoría de la cremación]

6

Dice Lao Tse “El Tao que puede ser nombrado no es el Tao verdadero” y justamente, en su poema Cenizas de la poesía, Manuel García Cartagena nos dice algo parecido, no exactamente lo mismo:

Si algo se puede enseñar, es falso:

La luz es intraducible.

Puedes reventar si quieres,

Pero enseñar es desaparecer.

He ahí otra de las claves de su poética: al decirse una cosa, una neblina cenicienta se asienta en ella, la va royendo y deslizando a otro decir que, a su vez, tiende a desplazarse o a deshacerse, no en silencio, que no resuelve nada, ni en el olvido, que queda en entredicho, ni en la muerte, que es un comienzo siempre y no un final. Entre decir y sugerir hay una alternativa: cantar aquello que viene siempre a suplantar su propio eco y su propia corazonada.  En el poema mencionado, nos dice:  

Poetas, sí, pero de esos desiluminados

Que entienden solos la bruma y luego la descargan.

Ya trajo el sol sus cristales de ser, sus raros trajes

Para ignorar las pulsiones y la reacción de ese metal

Que uno golpea nubosamente,

En crudas equidistancias

Respecto al desatino.

Uno se desentiende a veces

Como quien derrama el café,

Se desconecta de las mesas

Y los zapatos y luego sale con los ojos cerrados

A derretirse en público en gruesas

Gotas de certidumbre.

“Esos desilusionados” solitarios, que entienden la realidad del mundo mediante el exorcismo del propio lenguaje, son, pues, los concurrentes habitantes de una nueva aventura en la que nunca falta un accidente (entender, desentenderse, derramar tinta, sangre o café, desconectarse, “derretirse en público en gruesas gotas de certidumbre”), un drama amplificado que da pie a un desenlace u otro, proclama de toda miseria y del más absoluto desengaño.

La causa es el desatino, esa fuerza motriz incalculable que deposita en las palabras gruesas capas de infortunio. Desatino e indiferencia, son los ingredientes poéticos esenciales en los que se hunde constantemente el hombre contemporáneo, creando con su accionar un caos macizo. 

Todo poema es una excrecencia,

Un desperdicio de alambre,

Un infarto al pensamiento.

El idioma del universo no es el movimiento,

Pero pensarlo ya implica una transformación.

El poeta ha encontrado una solución que escapa tanto al ruido del mundo como al silencio, al cual desembocan las palabras como un hecho fallido: todo tiende a la quietud del movimiento y viceversa: pensar el universo, es decir, su idioma y estructura (no únicamente el planeta que habitamos) es una manera de transformarlo. La riqueza de la poesía proviene del lenguaje que resulta del pensamiento y que va más allá de lo posible. Por eso, “si algo puede decirse no es más que ruido” y, al final de todo, termina uno comprendiendo que lo que nos resulta inútil, nos da su perspectiva.

7

En su poema Cenizas del sábado azul el poeta realiza una proeza formidable: recopila y reconstruye los fragmentos de un suceso, valiéndose de las mismas palabras, pero invirtiendo el sentido, como cuando armamos un rompecabezas para formar con cada parte, un todo. Lo interesante de esto es que no se trata solamente de las palabras, de los sonidos de las palabras, del significado de las palabras, ni siquiera del peso axiológico de las palabras en uso: se trata, más que nada, del placer de jugar con el espacio vacío que dejan entre sí las palabras para crear un silencio que piensa, que duda y se obsesiona, que devuelve la flecha a ningún enemigo, que cuestiona el destino, se encamina a repetir la acción del sujeto a medida que un cambio de visión aparece. Pero no solamente aparece un cambio de visión, también aquello que nos parecía repetirse dentro de un orden natural, adquiere una naturaleza atípica, intencionalmente absurda y descabelladamente humana.

Se fue pensando en volver: no era brillante,

Pero no sabe a pescado todo aquello que es oro,

Sobre todo cuando uno viaja en su vieja bicicleta

De hacer favores y encuentra, sobre la cama,

Unas bragas azules, armadas para interponerse

Entre el Sol y la nostalgia. Esas bragas, lo sé,

Pueden parecerse a un vaso de whisky azul:

Sobre todo si uno se pone a verlas con ojos de alacrán

Mientras sorbe su contenido en plena misa

De Alvin Lee, enredando el Bluest Blues,

Hasta que ella regresa, silenciosa y trotando

Sobre la burra del recuerdo, trayendo de vuelta

Sus ojos azul loro, sus uñas azul Munsell,

Sus zapatos azul cobalto oscuro como los de una

Que se fue tirando a mar, casi con pena,

Como una guitarra enmarañada en el azul

O como una oda a la redundancia.

De nadie es la culpa si el sábado la aplasta

Y la convierte en lámina, en transparencia,

O en un pic que alguien le hizo a alguien y luego

Lo compartió en sus redes.

Se fue volviendo en pensar: no era de oro,

Pero no sabe a brillante todo aquello que es pescado,

Sobre todo cuando es la bicicleta la que te hace el favor

Y el Sol te encuentra poniéndote las bragas

De la nostalgia sobre la cama, armada como

Para interponerte entre el azul y la nostalgia.

El whisky puede parecer un vaso azul, lo sé,

Sobre todo si unos ojos de alacrán se ponen

Esas bragas que nos miran como quien sorbe

Una misa plena junto al contenido del Bluest Blues

De Alvin Lee, hasta que la burra la recuerda

Y ella trota de regreso trayendo su loro azul,

Los silenciosos ojos de sus uñas azul Munsell,

Sus zapatos de alguien que se tiró al mar azul cobalto,

Casi con pena o enmarañado en una guitarra

En el azul redundancia de una culpa que aplasta

Al sábado y lo deja transparente o lo convierte

En un pic que compartió con alguien en las redes.

Se fue dorando su pensamiento de volverse de oro,

Pero ningún pescado es brillante, sobre todo

Cuando montas bicicleta en bragas para hacer

Favores y el Sol te encuentra poniéndote

La nostalgia sobre la cama, interponiéndote

Entre las armas y tus bragas. Unos ojos de alacrán

Pueden parecerse a esas bragas que uno echa

En el fondo de un vaso azul, lo sé,

Sobre todo si es el whisky el que nos mira

Como si nos sorbiera junto a una misa plena

Mientras Alvin Lee se monta a esa burra

Que se enreda en su Bluest Blues

Hasta que su loro azul le recuerda

Que ella silenció el trote de sus ojos

Con sus uñas azul Munsell, con sus zapatos

De tirarse al mar de la pena con una guitarra

Azul cobalto, casi enmarañado a una guitarra

En la culpa azul y redundante que el sábado aplasta,

Esa culpa a la que alguien convirtió en lámina,

Le hizo un pic transparente, y luego,

Lo compartió con alguien en sus redes.

La consistencia del poema es evidente y lo es también la de todo el libro. El poeta, al hablar consigo mismo, habla también con los demás. Al hablar con los demás, habla consigo mismo. ¿Y de qué habla en uno y otro caso? Habla de lo otro, de lo que no se habla, pero también habla de lo mismo, aquello que se exhibe y se repite, aquello que, al moldearse, adquiere otro sentido y otra forma. Las capas de ceniza se vuelven transparentes: las palabras son transparentes y el mundo del que hablan, es también transparente. Mas hay una espesura creada por la propia transparencia del lenguaje que está allí, invisible en su coherencia, balanceada entre las chispas que, sobrevivientes del caos, copian su fuerza, organizan su hazaña, proyectan hacia adentro las inaplazables marcas del fuego. ¿O acaso no es lo mismo el yo que el yo? ¿Y no es lo otro indiferente, culpable y diferente de sí mismo y de lo otro?

8

Veintinueve cantos componen Los cantos de la ceniza, libro en el que su autor, Manuel García Cartagena, hace gala de un lenguaje polémico y exuberante, polimorfo y sensible, donde se suceden cotidianos dramas y burlescos axiomas, cambios de luces y matices, con un embrujado sistema de símbolos que van de extremo a extremo, sin llegar nunca a romperse en el centro. En uno de los extremos está el fuego, armado con su propio oxígeno y, en el otro, la ceniza de todas las cosas imaginables. El poeta no es dueño de la verdad, pero entre sus verdades (todas verdades poéticas) sobresale, a modo de grito, la inequívoca respuesta de que sólo lo imposible es posible.

Sólo puedo esperar que cuando el horno

Inicie su relato de llamas,

Se disuelvan por fin completamente

Estos cantos junto a aquel que los compuso.

[Cenizas de todo en todo]

Aunque ya lo mencioné antes en alguna parte, los juegos de palabras son, irremediablemente, juegos mordaces, a través de los cuales, el poeta ironiza con el mundo, atormentado y liberado por su deseo, su único deseo inconfesable, diseño de nuevos mapas para un mundo atrapado en su propio humo, con seres dantescos que están ahí volcados y revueltos en una masa híbrida que llaman realidad. Se trata de un compendio riguroso de voces encantadas por una secuencia unificadora, un ritmo, un subir y bajar, un ir rodeando la materia con la materia, valiéndose del incalculable poder de la palabra y de la imaginación.

Con Los cantos de la ceniza, Manuel García Cartagena, se reafirma como poeta imprescindible, pleno y abundante en aciertos poéticos perdurables, no es un poeta para las pasarelas de la afanosa fama efímera, hoy tan codiciada y perseguida en todo el mundo, incluso por grandiosos poetas meritorios de ella. Es un poeta para un exquisito público minoritario como lo fueron en su momento, en Francia, poetas como Rimbaud y Mallarmé. Y es que la verdadera poesía goza del gran privilegio de ser para el conocimiento y disfrute de almas algo excéntricas, que se divierten sabiendo que una cosa se corresponde con otra, como el agua con la tierra, la lluvia con el viento y el fuego con el caos y la ceniza.


José Alejandro Peña

27 de octubre de 2024, Charleston, West Virginia,

Estados Unidos de América

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