‘La inagotable lectura’, de Eduardo Lantigua Pelegrín o la palabra como arma de defensa

You are currently viewing ‘La inagotable lectura’, de Eduardo Lantigua Pelegrín o la palabra como arma de defensa

Por José Alejandro Peña

Estos poemas que su autor, Eduardo Lantigua Pelegrín (Villa Altagracia, República Dominicana, 1950—Nueva York, Estados Unidos, 2018), reúne bajo el título La inagotable lectura (publicado en 2013, Mediaisla/Lulu.com, Estados Unidos de América), vienen con él desde mucho tiempo, tres décadas o más, atesorados, vigilados como a un enemigo ineludible, pero ese enemigo es el único que puede darnos la mano para subir o el pie para expulsarnos hacia un abismo luminoso y terrible. En cada poema el poeta establece una relación de poder, es decir, una relación de aceptación y rechazo, obligóndose a pactar con las palabras elegidas para conformar un reino secreto o una utopía necesaria.

Estos poemas nos hablan de un mundo doloroso y bestial, pero también de las diversas conexiones y acontecimientos cotidianos que exploran desde la palabra la incertidumbre de los hombres, orillados intencionalmente, enfrentados entre sí, vigilados y manipulados por sus propias soledades, silencios y manías. En este sentido, lo humano se ve amenazado por la tendencia mefistofélica de las acciones de los otros, pues todo recae en los otros; y también nosotros somos los otros, desde el punto de vista del otro. “El infierno son los otros”, escribió en su obra de teatro “A puerta cerrada” Jean-Paul Sartre. Las acciones y opiniones de los otros nos condicionan o afectan, tanto como las nuestras a los otros. A medida que sucede nos cerramos más; y más nos aferramos a un mundo de juguetería, un mundo en el cual todo se da por supuesto. Lo real es ilusorio; y lo ilusorio, real.

En los poemas que conforman La inagotable lectura, Eduardo Lantigua Pelegrín nos ubica en una ciudad u otra, fría y desatenta, imperfecta y malsana, en un espacio íntimo, rasgado y desgarrador, nutrido de voces, gestos y silencios que dialogan entre sí, traicionados por un presentimiento o una recaptura de la palabra como arma de defensa. En esa ciudad imaginaria, que es también real, que es imaginaria porque es real, también coexistenten la soledad y el miedo, el riesgo del amor y la amenaza de la muerte.

En su poema New York, New York, el poeta nos remite a su propio lugar común, el de la soledad en una urbe monumental, que nada tiene de fantástica, pero que todo lo tiene de fantasmal y de absurdo. 

“Ahora que esta ciudad deposita

en mi costado tu herida (…)

(New York New York, 1, pág. 65).

Ahora que esta ciudad me repite en tu cuerpo

y el viento frío traspasa mi ventana (…)

(New York New York, 2, pág. 65).

Veo la sombra que transita

de tu pecho a mi pecho.

(New York New York, 3, pág. 66).

y a mi lado alguien tose, madre,

y me duele la garganta.

(New York New York, 12, pág. 71).

Cuando el poeta nos dice “esta ciudad deposita en mi costado tu herida” nos recuerda la simbólica herida de Jesús, quien, en una de sus santas palabras asegura “…en cuanto lo hicisteis a uno de estos hermanos míos, aun a los más pequeños, a mí lo hicisteis”. El otro (la ciudad) provoca “en mí” su propia herida, haciendo del yo una víctima, un depositario inerme, un ente perpetuamente inocente, causa y consecuencia de su “arrojo en el mundo” como subraya Martin Heidegger en “El ser y el tiempo”.

Todo ocurre en un “ahora” remarcado que busca recuperar una misma imagen: “la ciudad me repite en tu cuerpo” como “la sombra que transita de tu pecho a mi pecho” porque “a mi lado alguien tose, madre, y me duele la garganta”. Estas repeticiones no se reemplazan entre ellas, tampoco se anulan, mas bien, realzan su valor poético.

El poeta nos habla, no para que entendamos “el aullido feroz”, sino para que sepamos que hay un aullido y que es feroz, un aullido suspendido entre él y los otros. Un aullido, por ahora, escuchado adentro, pero viene de afuera, puesto que “corro a mirar el mundo por la ventana”, un mundo que es “memoria” de temblor “fugaz” (“delirio del sujeto que al sujeto destruye”).

En los poemas de La inagotable lectura, las palabras sufren efectos progresivos, pues lo que pasa, sigue presente en el porvenir de lo que fue. Y por eso las palabras se repiten al grado de producir un choque entre lo que es y lo que quiere ser.

Escucho el aullido feroz

y corro a mirar el mundo por la ventana

Una memoria que tiembla fugaz,

me recorre inevitable,

“ala que arde”, me susurra al oído tibiamente

 ¿Lo equívoco, lo perdido

(ya consumado el espanto)

el jarrón sin agua, sin flores,

los muebles podridos en medio de la sala,

esta ciudad con sus trenes subterráneos

aullidos de sirena

maniquíes de pechos erectos y culos levantados

anhelos innombrables al borde de la fosa?

Escucho el aullido feroz

como sombra que transita

delirio del sujeto

que al sujeto destruye, madre.

(Delirio. Pág. 35, La inagotable lectura).

Otro poema de La inagotable lectura, lleva por título “Epílogo”, poema estremecedor, posiblemente el mejor del libro, en el cual, con ingeniosa sencillez, el poeta se despide del mundo, como reprochando algo, como resistiéndose a algo, como explicando algo o describiendo la manera de algo, con indudables símbolos y precisos enunciados, utilizando el método de la economía del lenguaje, la imaginación metafórica, conteniendo un dolor, plasmando la belleza “de mano en mano, de pecho en pecho”, dejando “la mariposa podrida en la pared, extravío de algún amor, tu frío retrato” y esa “rabia inútil”, “los ojos apretados” todo en un orden específico e inalterable. Sólo un gran poeta puede hacer eso tan magistarlmente:

Todo ha quedado atrás, madre

sólo esta puerta por donde entra el miedo

la mariposa podrida en la pared

extravío de algún amor, tu frío retrato

Melancolía

donde el sigiloso tiempo

deposita en mi carne su vigilia

las manos apretadas como besos calientes,

la rabia inútil

Todo ha quedado atrás, madre

De mano en mano, de pecho en pecho

Disperso en la memoria

(como el estallido sigiloso de una ola rota)

Nosotros, los puños como panes tibios

y los ojos apretados para no llorar.

(Epílogo, 7. Pág. 78, La inagotable lectura).

Con La inagotable lectura, Eduardo Lantigua Pelegrín, alcanza altos niveles de madurez poética que nuestros mejores críticos deberían tomar en cuenta. Es un libro para ser leído y releído de tiempo en tiempo, reimprimirse y discutirse en círculos literarios, en salas universitarias y ferias del libro en todas partes.

Leave a Reply